PROSA APRISA
Arturo Reyes Isidoro
Twitter: @ReyesIsidoro
La batalla en el CAE contra el Covid-19, para salvar vidas
(III y último) Durante mi internamiento como paciente con Covid-19 en el
Centro de Alta Especialidad (CAE) “Dr. Rafael Lucio” de Xalapa me tocó ver que
varios pacientes fueron dados de alta (adultos mayores, mujeres, hombres, un
adolescente). Salieron antes que yo. Era la prueba más patente, me dije, de que el personal
médico y de enfermería, de químicos y radiólogos, de psicólogos y nutriólogos,
de camilleros y de aseo, están ganando la batalla a la pandemia del siglo.
Aprendieron y ya tienen mucha experiencia lidiando, con éxito, con el mal. Es,
pues, personal altamente calificado. Tanto tiempo en la primera línea de batalla, exponiendo
incluso su salud y sus vidas, les ha dado mucha confianza y mucha seguridad.
Llevan un año y cuatro meses (en Veracruz el primer caso que se conoció
oficialmente fue el 18 de marzo de 2020) dedicados a salvar el mayor número de
vidas posible. Hubo una enfermera que me dijo que al principio sí tenían
temor, además porque le tuvieron que entrar de lleno sin haber afrontado antes
la enfermedad de muy alto riesgo. Hoy, de acuerdo a la impresión que me quedó,
se han sobrepuesto al virus, lo enfrentan y lo combaten con toda decisión y van
ganando la batalla y la guerra. Pareciera, el suyo, un trabajo rutinario. Podría pensarse
que luego de tanto tiempo están cansados de hacer lo mismo. No se advierte
ningún signo de que ello les esté ocurriendo. Todos los días en la mañana, en
la tarde, en la noche y en la madrugada llegan con nuevos bríos. Son unas
máquinas de salvar vidas, pero unas máquinas investidas por el poder divino
para cumplir su noble misión. Sin duda, prestigian a la comunidad médica veracruzana,
pero también a los servicios de salud pública del estado. Son una extensión de la gracia de Dios Jorge Luis Borges dijo que el libro es el instrumento más
asombroso porque es una extensión de la memoria y de la imaginación. Pensé, y
pienso, que quienes en el CAE, así como también en el IMSS, en el ISSSTE y en
cualquier hospital donde atienden enfermos de Covid-19, son una extensión de la
gracia de Dios. Estando en la cama de enfermo, viendo los milagros que vi,
me dije que pediría –y eso hago ahora– a la jerarquía eclesiástica de la
Iglesia católica y a los ministros de las Iglesias evangélicas que en sus
oficios religiosos dediquen oraciones por la salud y el bienestar de todo el
personal que está consagrado a salvar vidas, a vencer el mal, el adversario. Pensé que lo menos que podrían hacer los gobernantes sería
entregarle a todo el personal de todos los centros hospitalarios del país un
reconocimiento, de ser posible firmado por el Presidente, que los estimule, que
estimule a sus familias y que quede como testimonio, para sus hijos, para sus
descendientes, de que estuvieron a la altura de las circunstancias cuando en su
tiempo la emergencia se los requirió. Que cumplieron cabalmente con su deber. También me dije que si el gobierno tiene al máximo el uso
de sus recursos para atender la pandemia (sin duda, no se escatima para atender
y tratar de sanar a los enfermos), la iniciativa privada, o personas generosas
con recursos, podrían ayudar donando oxímetros, que los fijos de tanto uso ya
fallan y los móviles o portátiles, igual, acusan desgaste por tanto uso, y cuán
necesarios son. A varias enfermeras les platiqué que tengo familiares que
desde el inicio del problema también han estado en la primera línea de batalla,
enfermeras, enfermero, química, en otros hospitales del estado. Ahora entiendo
mejor el valor de su trabajo y me siento muy orgulloso de ellos. Los contagios, a todo lo que dan Salí, pero también iban llegando nuevos pacientes. Se
desocupaban camas para ser ocupadas de inmediato. Me di cuenta que los
contagios están a todo lo que dan y que en el área de los enfermos de Covid-19
no hay tregua. Sé muy bien que nadie experimenta en cabeza ajena, pero,
por mi experiencia, hago un respetuoso llamado a vacunarse a quienes no lo han
hecho, pero, además, no obstante estar inoculados, cuidarse, no aflojar el
cubrebocas ni el uso de gel. Se ayuda uno, evita contagiar a sus familiares y
ayuda al personal médico no sobrecargándole más trabajo. Narro una experiencia. Consciente de que estaba contagiado,
pero ya en buenas manos, mi mayor preocupación era la preocupación que tendría
mi familia, porque, por el estricto protocolo de seguridad no se puede estar
entrando y saliendo del área, no se permite el ingreso de ningún teléfono
celular y prácticamente se pierde toda comunicación con el exterior. Aconsejaría a los familiares de quienes están internados
mantener la calma, no perder la esperanza ni la fe. No hacer caso de versiones
de personas bien intencionadas que opinan que “parece que está muy grave, quién
sabe si viva” (a mi familia les llegaron versiones así e incluso hubo quienes
preguntaron a mis hijos si era cierto que ya había yo fallecido). También esa situación la tienen prevista en el CAE. Cada
dos o tres días lo visita a uno el psicólogo, la psicóloga. Platican con uno,
hacen su trabajo de terapia y solo ellos traen un teléfono celular y lo
comunican con algún familiar para que lo vean a uno y pueda haber un breve
diálogo (algunos casi no pueden hablar porque les agarra el ataque de tos).
Pero debe haber reposo absoluto. Entiendo a los familiares que llegan a hacer guardia a la
puerta de los hospitales. Nada resuelven ni van a resolver. Aconsejaría tener
confianza en el personal médico y en Dios y dejar que hagan su trabajo. Memorias de Adriano No pude evitar recordar la confesión que en una carta le
hace Adriano al joven Marco, luego de visitar a su médico Hermógenes, recreado
por Marguerite Yourcenar en su clásico Memorias de Adriano: “Me tendí
sobre un lecho luego de despojarme del manto y la túnica… Es difícil seguir
siendo emperador ante un médico y también es difícil guardar la calidad de
hombre”. Aplica para cualquier ser humano. Desde que se interna uno
y se despoja de toda su ropa para quedar solo con una delgada bata, abierta de
atrás, cobra sentido la fragilidad que nos envuelve. Ahí se acaba la altivez
(el orgullo, la soberbia), la vanidad, la arrogancia. Atentísimas, las enfermeras, al inicio me informaban que me
iban a checar mis signos o a inyectar, o a aplicar algún medicamento a través
de la sonda. Casi inmovilizado, sabiendo que era necesario lo que tenían que
hacer conmigo, estando en sus manos, indefenso, les agradecí que por respeto me
anticiparan, pero les dije que en adelante ni me avisaran, que simple y
sencillamente llegaran y actuaran (una doctora me llegó a decir que era yo un
paciente muy disciplinado, pero qué otra cosa podía decir o hacer). A todos, sin excepción alguna, que supe que estuvieron
preguntando en el hospital por mi evolución, que supe que hicieron oración por
mí, que expresaron sus buenos deseos porque me aliviara, lo mismo a través de
las redes sociales que en chats, por correo electrónico que en forma directa
con mis familiares y por interpósitas personas, mi más sincero agradecimiento.
Mi alta, mi salida del hospital la firmó el médico Francisco Mañón Banda, a
través de quien quiero expresar mi eterno agradecimiento a sus compañeros que
me atendieron y cuidaron. También al médico Édgar Xavier González Juan, del
módulo médico (SAISUV) de la Universidad Veracruzana, quien me atendió
inicialmente, me canalizó y ahora sigue pendiente de mi recuperación. Con Rigo Tovar y escuchando salsa “O qué gusto de volverte a ver / Saludarte y saber que
estás bien”. Miguel Molina, periodista veracruzano de los grandes, muchos años
en la BBC de Londres, hoy en Ginebra, Suiza, compañeros que fuimos en la
Facultad de Letras Españolas de la UV y en el semanario Punto y
Aparte, me sorprendió ayer. Con esa letra de una de las clásicas de Rigo
Tovar, entre risas y bromas, me marcó (2 de la tarde en Xalapa, 9 de la noche
en Ginebra) para saludarme y celebrar que estoy bien. Por el Facetime nos
vimos que estamos bien, yo más flaco de lo que soy porque el bicho me tumbó
varios kilos. Disfruté el buen humor que lo caracteriza. Quedamos que cuando
venga a México habremos de celebrar. Con terapias así, pronto –eso espero–
habré de retomar mi ritmo normal. Luz María Rivera, compañera del puerto de Veracruz, me
alentó también ayer: “Escucha salsa e imagínate bailando. Y primero Dios pronto
estarás al 100”. Lo intentaré.